En un espectáculo, de cualquier tipo. La experiencia del artista y del espectador no es igual. A pesar de que se encuentren frente a frente, en el mismo sitio al mismo tiempo. El espectador llega a la hora indicada en su entrada, busca la butaca que le corresponde, se sienta y aguarda. A veces sabe más o menos lo que le espera, otras veces no sabe nada. Por lo general, ignora por completo todo lo que tuvo que suceder para que pudiera estar ahí sentado, delante de ese escenario.
Hace algunas semanas, a eso de las 16:00 P.M. En la calle de Ronda de Atocha, en el número 35, tras las piernas de la pista del Teatro Circo Price. Un grupo de gente variada, de países distintos, con pasados diversos, iniciaron una serie de rituales. Empezaron a maquillarse, a peinarse, a calentar y meditar. En silencio, repasaron las horas que estaban a punto de pasar, los vestuarios, la utilería, las entradas y salidas, las luces, la música, los diálogos, las secuencias y coreografías.
Después de haber trabajado durante días, la única incógnita sería el público… y también todo lo demás. Porque por más que se ensaye y se practique, siempre algo será diferente. Y es que es eso, lo que el artista busca, que dentro de lo que ya conoce algo le sorprenda. Para eso son los rituales, para prepararse y así cuando llegue la sorpresa, el artista pueda tomar una fotografía con su memoria, guardarla y quedársela, sin que el público lo sepa.
Será entonces al finalizar el espectáculo, cuando aquellos que estaban en escena puedan compartir sus pequeños trofeos sorpresivos, quizás algunos compartan el mismo o quizás alguien tendrá que narrar eso que a nadie más sorprendió y con esa complicidad, con esa sorpresa. Los artistas, luego de haber pasado por sus rituales y ante el público, se despiden del espectador y solo les queda esperar que él también haya encontrado sus propios trofeos.