Foto: Gaby Merz
Memorias del CRECE
Me piden que cuente como se confabula una mentira, que describa las raíces que brotan de una ilusión. Ilusiones teatrales en el pico inflacionario del colapso venidero. Su llegada es fractal, es sempiterna, una regurgitación que quiere subir, pero no tiene fuerza.
El CRECE fueron dos semanas de idilio en medio de una realidad precaria. Fue un regalo poder encontrarme con tan buenos artistas, y tan buenas personas. Esa pista inmensa, con aquel graderío inabarcable me tiró al medio de la verdad de mi personaje. Y ahí estaba yo, creyéndome mi personaje, y la historia colectiva, en medio de tanta histeria colectiva.
El ruido del metro te despierta a las 6.15 A.M. Cada día, como si fuera el gallo metropolitano que te urge a trabajar, a volver de fiesta, a tomar una mochila y marcharte de nuevo; a ese eterno retorno, a esa desvinculación abnegada que no encuentra otro remedio.
Lo solemne no está de moda. Lo depresivo sí, pero la depresión es pura autogestión. Nadie quiere escuchar o que le cuenten como el cielo sabe a suela de zapato antes de las 9.00 de la mañana, ya tienen bastante con sus idas y venidas, con sus egos bulímicos y su tierra que se hunde a fuego lento.
Por eso, nosotros les vendemos sueños. Oniria de colores y canciones de otra época. Una excusa perfecta donde todo es posible, donde todo cabe y las razones del ser son el ser mismo.
Me piden unas líneas de mi experiencia vivida. Esas experiencias que abren ojos y cierran ciclos. Yo digo que se escribe mejor con los pies metidos en la tierra, escuchando pájaros para callar voces y enumerando, como quien cuenta cuentos, un puñado de especias.
Y todo esto aterriza en agradecer lo vivido, en dos semanas de prestar el cuerpo como si fuera arcilla a un artesano, y en un momento, descubrir todas las piedras que uno traía dentro, e ir soltando, como quien suelta miedos, malos sueños y recuerdos.
Pablo Cierzo